Literatura

Cinco poemas de Cesar Pavese para entender que Trabajar cansa

El escritor italiano Cesar Pavese vivió atormentado durante toda su vida.

La soledad, los recuerdos de una infancia perdida, las derrotas amorosas, entre otros problemas, marcaron su obra poética y narrativa a lo largo del tiempo, antes de que decidiera quitarse la vida en 1950.

Trabajar cansa fue su primer libro de poesía, y es ahí donde encontramos las claves de un escritor que  luchó con los tormentos de alguien que siempre está buscando un significado a la vida.

Jamlet siente que ya se puso muy nostálgico al recordar la vida y la obra de Cesar Pavese y quiere compartir ese sentimiento con ustedes, por eso es que eligió estos cinco poemas para que hoy se pregunten qué han hecho con su vida.

 

Creación

Estoy vivo y he sorprendido las estrellas en el alba.

Mi compañera continúa durmiendo y lo ignora.

Mis compañeros duermen todos. La clara jornada

se me revela más limpia que los rostros aletargados.

 

A distancia, pasa un viejo, camino del trabajo

o a gozar la mañana. No somos distintos,

idéntica claridad respiramos los dos

y fumamos tranquilos para engañar el hambre.

También el cuerpo del viejo debería ser sano

y vibrante -ante la mañana, debería estar desnudo.

 

Esta mañana la vida se desliza por el agua

y el sol: alrededor está el fulgor del agua

siempre joven; los cuerpos de todos quedarán al

descubierto.

Estarán el sol radiante y la rudeza del mar abierto

y la tosca fatiga que debilita bajo el sol,

y la inmovilidad. Estará la compañera

-un secreto de cuerpos. Cada cual hará sentir su

voz.

No hay voz que quiebre el silencio del agua

bajo el alba. Y ni siquiera nada que se estremezca

bajo el cielo. Sólo una tibieza que diluye las estrellas.

Estremece sentir la mañana que vibre,

virgen, como si nadie estuviese despierto.

 

***

 

Alter Ego

 

Desde la mañana al ocaso, yo veía el tatuaje

en su pecho sedoso: una mujer rojiza

incrustada, como en un prado, entre el pelo. Allí

debajo

brama a veces un tumulto que sobresalta a la mujer.

Transcurría el día entre blasfemias y silencios.

Si la mujer no fuese un tatuaje y estuviese viva

y aferrada a su pecho peludo, ese hombre

bramaría aún fuerte en su pequeña celda.

 

Callaba, tendido en el lecho, con los ojos abiertos.

Un profundo hálito de mar ascendía

de su cuerpo de huesos grandes y recios: estaba

tendido

al igual que en cubierta. Pesaba sobre el lecho

como quien ha despertado y podría saltar de él.

Su cuerpo, salado por la espuma, chorreaba

un sudor solar. La pequeña celda

era insuficiente para el alcance de una mirada suya.

Al verle las manos, se pensaba en la mujer.

 

***

 

Last blues, to be read some day

Era un sólo galanteo,

seguramente lo sabías-

alguien fue herido

hace mucho tiempo.

Todo está igual,

el tiempo ha pasado-

un día llegaste,

un día morirás.

Alguien murió

hace mucho tiempo-

alguien que intentó,

pero no supo.

 

***

 

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos…

 

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos

-esta muerte que nos acompaña

de la mañana a la noche, insomne,

sorda, como un viejo remordimiento

o un vicio absurdo-. Tus ojos

serán una vana palabra,

un grito acallado, un silencio.

Así los ves cada mañana

cuando sola sobre ti misma te inclinas

en el espejo. Oh querida esperanza,

también ese día sabremos nosotros

que eres la vida y eres la nada.

Para todos tiene la muerte una mirada.

Vendrá la muerte y tendrá tus ojos.

Será como abandonar un vicio,

como contemplar en el espejo

el resurgir de un rostro muerto,

como escuchar unos labios cerrados.

Mudos, descenderemos en el remolino.

 

***

 

Trabajar cansa

 

Los dos, tendidos sobre la hierba, vestidos, se miran

a la cara

entre los tallos delgados: la mujer le muerde los

cabellos

y después muerde la hierba. Entre la hierba, sonríe

turbada.

Coge el hombre su mano delgada y la muerde

y se apoya en su cuerpo. Ella le echa, haciéndole dar

tumbos.

La mitad de aquel prado queda, así, enmarañada.

La muchacha, sentada, se acicala el peinado

y no mira al compañero, tendido, con los ojos

abiertos.

 

Los dos, ante una mesita, se miran a la cara

por la tarde y los transeúntes no cesan de pasar.

De vez en cuando, les distrae un color más alegre.

De vez en cuando, él piensa en el inútil día

de descanso, dilapidado en acosar a esa mujer

que es feliz al estar a su vera y mirarle a los ojos.

Si con su piel le toca la pierna, bien sabe

que mutuamente se envían miradas de sorpresa

y una sonrisa, y que la mujer es feliz. Otras mujeres

que pasan

no le miran el rostro, pero esta noche por lo menos

se desnudarán con un hombre. O es que acaso las

mujeres

sólo aman a quien malgasta su tiempo por nada.

 

Se han perseguido todo el día y la mujer tiene aún la

mejillas

enrojecidas por el sol. En su corazón le guarda

gratitud.

Ella recuerda un besazo rabioso intercambiado en un

bosque,

interrumpido por un rumor de pasos, y que todavía

le quema.

Estrecha consigo el verde ramillete -recogido de la

roca

de una cueva- de hermoso adianto y envuelve al

compañero

con una mirada embelesada. Él mira fijamente la

maraña

de tallos negruzcos entre el verde tembloroso

y vuelve a asaltarle el deseo de otra maraña

-presentida en el regazo del vestido claro-

y la mujer no lo advierte. Ni siquiera la violencia

le sirve, porque la muchacha, que le ama, contiene

cada asalto con un beso y le coge las manos.

Pero esta noche, una vez la haya dejado, sabe dónde

irá:

volverá a casa, atolondrado y derrengado,

pero saboreará por lo menos en el cuerpo saciado

la dulzura del sueño sobre el lecho desierto.

Solamente -y esta será su venganza- se imaginará

que aquel cuerpo de mujer que hará suyo

será, lujurioso y sin pudor alguno, el de ella.

 

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