El siguiente texto no es una denuncia sobre lo poco que leemos en México; tampoco es un reclamo por las estadísticas en relación con los pocos libros leídos al año por mexicano. No, el siguiente es un escrito de amor a las salas de lectura que podemos encontrar en bibliotecas y centros culturales de la ciudad, y que a diario lucen vacías.
Empecemos por el origen de todo: quien ama leer o quien simplemente lee por la distracción que esa actividad le causa, siempre busca “el ambiente” propicio para adentrarse en una novela, un poemario, un ensayo o algún artículo de revista que haya atrapado su atención. La cosa es simple: si uno no encuentra el espacio adecuado, con la luz perfecta y el sillón, sofá o silla más cómodo para hacerlo, simplemente abandona la empresa de continuar con las letras, y busca algo mejor que hacer.
Con eso en mente, imaginen qué tan difícil debe ser ubicar -fuera de casa, aunque a veces ni ahí- un lugar en esta bulliciosa ciudad para poder abrir el libro en turno y perderse por una o dos horas, sin que nadie a su alrededor los perturbe. Es complicado, pero existen espacios ideales, aunque muchos se quejen de las pocas bibliotecas públicas que existen en México y de las escasas oportunidades que tienen aquellos que no pueden comprar títulos con frecuencia, para acceder a ese tipo de sitios.
Siempre, inevitablemente, hay un halo pesimista impregnando este tipo de charlas en las que pocas veces alguien puede mencionar uno o dos lugares para ir y pedir prestado un libro y sentarse a leerlo: Biblioteca Central de la UNAM, Biblioteca México y recientemente “la Vasconcelos” (no siempre enunciadas en ese orden).
Sin embargo, como lo escribí al inicio, aquí solo pretendo rendir homenaje a dos de las muchas y desconocidas salas de lectura que uno puede encontrar en zonas conflictivas -por su tránsito- en la ciudad.
La primera es la situada en el interior -podría decirse que en el corazón- del Centro de Creación Literaria Xavier Villaurrutia. Ahí, en el piso intermedio donde convergen un par de escaleras, unas que van y otras que vienen (como en el cuadro más famoso de M. C. Escher), uno puede llegar a un oasis también en el corazón de la Condesa, donde cuatro sillones muy cómodos sirven de refugio literario para los pocos curiosos que se atreven a visitar ese lugar que rinde homenaje al autor de Nostalgia de la muerte (1938). Es probable que uno pueda pensar que su acervo es limitado, pero si el lector comienza a indagar y esculcar entre libros, podrían encontrarse grandes joyas literarias, sobre todo de las letras mexicanas.
El segundo lugar está en el todavía más caótico centro de esta gran ciudad. Me refiero a la sala de lectura del Museo del Estanquillo. Para llegar ahí se tiene que pasar por todas las salas de exhibición del recinto. Una vez arriba, el lector puede sentirse en otro espacio quimérico, donde el autor de estas líneas ha consumido unos cuantos libros de “pé a pá”, porque se le olvidó el transcurso del tiempo en esa vieja casona que envidiaría cualquier centro de ciudades como Buenos Aires, París o la que usted guste y mande.
Al final, creo que esto si terminará siendo un muro de los lamentos, ya que estas salas de lecturas, como muchas otras que usted puede recordar y referenciar en los comentarios, casi siempre están vacías. Y cuando llegan a estar ocupadas, la mayoría de las veces uno puede encontrarse con gente conectada a sus laptops o celulares (que no está mal), pero su función queda la mayoría de las veces desvalorizada.
Haga el ejercicio de ir al menos a las dos que le menciono aquí, no se va a arrepentir: siéntese, desconéctese un poco del mundo y regálele unos minutos de la semana a su libro favorito o a uno nuevo donde seguro se encontrará, como muchos de nosotros también lo hemos hecho.
Ahora, sí es usted uno de los curiosos que después de leer este texto piensa montar una sala de lectura o ubicar las más cercanas para ir a leer un rato, entre a este link para conocer uno de los pocos programas que se ha creado en el gobierno federal a fin de incentivar la lectura y a los lectores.
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