Este año hubiera sido el tercero en asistir con mi hija a la marcha del 8 de marzo. Lo había organizado mejor: salir con tiempo para, ahora sí, acompañar al contingente de madres e infancias. Llevar sólo lo necesario: agua, protector solar, carriola. Marcarnos la piel con datos de contacto. Sin embargo, un virus que atacó a mi familia una semana previa, impidió que se concretaran los planes.
Hubo pesar, hubo reproche (de mí hacia mí), hubo malestar. Sin embargo, tuve que entender que se lucha desde diferentes trincheras. Que marchar no es la única manera de protestar. Por eso vine aquí, a la escritura, algo que quería hacer para esta fecha, también como cada año, pero venía postergándolo.
Esta ocasión quería llegar al Zócalo. Las dos veces anteriores no lo hicimos. La primera había tantas mujeres que apenas y pudimos avanzar del Monumento a la Revolución, no quisimos seguir porque el sol era inclemente y la niña apenas tenía meses de nacida. La segunda vez estábamos a dos calles de culminar, pero llegó el rumor (con todo y marabunta) de que estaban arrojando gas pimienta en la plancha, y preferimos regresar a casa, también por seguridad de la feminista más pequeña.
Hoy quería que mi niña escuchara más, que observara más. Ya tiene tres años y una enorme capacidad de razonar y entender, así que estaba segura de que este sería nuestro año. Quería que conociera a otras niñas luchadoras como ella. No se nos hizo. Aun así, se fue a la escuela con su playera morada y su pañoleta al cuello. La mamá de uno de sus compañeros me escribió más tarde para decirme: que orgullo ver cómo se está formando una nueva generación de mujeres.
Entonces dejé de reprocharme. Es verdad que nosotras luchamos a diario, cuando nos mantenemos en nuestros puestos de trabajo a pesar de los obstáculos. Mi trinchera es la de la literatura, la gestión cultural. Cada año trato de incluir a más mujeres, cada año trato de que se lean más mujeres. No es suficiente, por supuesto. Pero no puedo hacer sola el trabajo de una institución, de una institución poco sorora, empática únicamente cuando resulta conveniente, sólo con algunas, (sí, soy de esas algunas). Sin embargo, sé de casos menos afortunados.
Una de las secretarias de mi centro de trabajo me contó una de las peores noches que ha pasado en su vida. Ella vive a tres horas de distancia de la oficina, en el Estado de México, el estado con más casos de feminicidio en el país. Hace unos 9 o 10 años, su hija regresó tarde del curso de verano. Se fueron de la oficina a las 8 pm, llegaron a la parada del camión más cercana a su domicilio a eso de las 11 pm. Comenzó a llover, ya no había gente, todo estaba oscuro. Me contó que le dijo a su hija de 12 años: “¡Chingona! Si alguien se acerca y nos quiere agarrar, no dejes de correr en círculos, nunca en línea recta. Si alguien me agarra, grita, grita fuerte. Si te agarran a ti, no dejes de luchar, y ten por seguro que no voy a dejar que te lleven”. Así, emprendieron el camino a su casa, era un kilómetro más o menos de distancia. Ella lloró bajo la lluvia y está segura de que su hija no se dio cuenta del miedo que sentía. Afortunadamente nada les pasó. Al día siguiente ella llegó puntual a su trabajo, otra vez, porque el checador es inclemente. Nadie en el lugar supo del asunto. El coordinador en turno no se enteró. No hubo a quién contarle de su miedo, de su dolor, su impotencia. Sin embargo, algo cambió: aprendió a manejar y se compró un auto usado. El carro empoderó a las dos.
Preparándome para el 8 de marzo leí un comentario en Twitter: y de qué les ha servido marchar. La marcha ha ayudado a visibilizar, ha servido para crear distintas leyes que nos protejan ante el sistema patriarcal que durante décadas nos ha despreciado por ser niñas, por ser mujeres, por ser madres.
Este año no nos pudimos sumar B y yo. Pero fueron muchas amigas, tías, primas. Ellas me representan, igual que las otras, las del bloque negro, las encapuchadas, las que vandalizan, las que rompen y destruyen. Todas ellas son nuestra voz, nuestra fuerza. Espero que el año siguiente nos vaya mejor. Espero estar ahí con mis pañuelos verde y morado. Hoy, desde la casa, escribo y crío a mis niños desde la conciencia de su género, de su privilegio. Y a lo mejor parece que no es mucho, pero formar niños felices, empáticos y conscientes hará que este sea un lugar mejor para ellos y su entorno.
Y por cierto, qué bonito se siente al ver las imágenes del centro lleno, de las otras ciudades con contingentes igual de poderosos que el de la Ciudad de México. Qué orgullo saber que somos tantas, las suficientes como para tirar al sistema. Qué orgullo pertenecer a este movimiento que no termina hoy.
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